Si observamos a un grupo de niños pequeños interactuando en un recreo, podemos advertir que en todo juego que realizan, hay un líder que destaca, que da las instrucciones y organiza al equipo en torno a una actividad. Esto ocurre desde muy temprana edad, etapa preescolar, lo que demuestra que son características propias de la personalidad del pequeño. Coloquialmente es lo que llamamos don de mando. Suelen ser más dominantes, buscan destacar por sobre el resto, alzar la voz, dirigir al grupo espontáneamente y ser reconocido por el resto, de modo de conseguir seguidores innatos. Va en los genes y se expresa desde el momento en que logran interactuar con sus pares.
De la misma forma, existen los niños que les gusta recibir instrucciones y seguirlas, pues así se sienten más seguros y cómodos. Es otro perfil, es el niño que ejecuta sin mayores cuestionamientos, es reacio al cambio y no se hace notar, pasa desapercibido. Si éstos no existieran, los primeros no tendrían razón de ser, se necesitan mutuamente. El que nace con las habilidades de dirigir, siempre quiere rodearse de pares que les guste ser mandados, por defecto.
El entorno es clave en el desarrollo de dichas cualidades, si no es propicio, el niño líder no se potenciará o no se encausará en la dirección adecuada, la cual estaría representada por no sólo fomentarle su don de mando, sino enseñarle a conseguir cambios, a transformar positivamente al resto y no a abusar de su poder para utilizar al más débil.
Crearle conciencia de lo que significa un liderazgo bien ejercido es clave. No es limitarse a mandar, de hecho podemos advertir jefes en organizaciones, que cumplen sólo ese rol. El verdadero líder conduce, pero también motiva y convierte, el desafío es bastante más transcendental.
El medio social, familiar y cultural, podrá hacer de estos niños futuros líderes, haciendo que esas cualidades destaquen y se dirijan óptimamente o, sencillamente, desaparezcan y queden en el olvido.